El verano y esa «preciosa» visita a los acantilados

Del libro Relatos de verano para reír todo el año (Amazon,Tapa blanda y kindle). Mi única intención… que sonrías; bueno, si lo compras… también 😉

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 En esta época tan dada a no estar quietos, una de las cosas que se suelen hacer son excursiones, pequeños viajecillos para conocer sitios, para hacer miles de fotos y luego no saber si aquello era Tomelloso, La Gomera o Tui.

Y en esto viajecitos, sobre todo si es por el norte de España, es normal que un día te digan que hay unos acantilados preciosos desde donde se ve la inmensidad del océano y que si vas por la carretera comarcal C-1428-DL, el paisaje es impresionante, con unas vistas… Entonces vas tú con tu coche, el GPS, y llegas al acantilado.

Bueno, esto de llegar al acantilado hay que explicarlo: el acantilado como tal no aparece, así como así, como lo hace un árbol en la llanura de Castilla, una vaca en medio de un campo o una avispa en el parabrisas, no. Primero, ponle unos cinco kilómetros, subes una cuesta que parece que vas a despegar, y mientras asciendes, no falla.

No has recorrido ni quinientos metros y tu mujer, esposa o acompañante, te dice frases como «mira que si nos caemos…» «mira que si pinchamos…» «y si nos quedamos sin gasolina…», que te da ganas de decirle: «No te preocupes, ¿ves aquel superpetrolero allá, en el medio del mar? pues le lanzo desde aquí una manguera y repostamos».

Y al poco rato… «tú mira al frente, no vayamos a chocar» «vete más despacio» «ten cuidado con…». Pues esto, no te lo pierdas mariló, es un viaje de placer, sí, de placer; es decir, que a los que van contigo no los has atado de pies y manos y metido en el coche a la fuerza, no, y estás seguro que no porque de hacerlo no se te olvidaría una cosa: amordazarlos, pero amordazarlos hasta que no pudieran decir ni «umm umm».

Y cuando ya has llegado a lo alto, pero a lo alto alto de todo, no tanto como al altísimo nuestro Señor, y donde lo lógico sería salir del coche y disfrutar de los acantilados con el mar de fondo… «¡Ay, vámonos!, que aquí que me da un miedo…» «¡ay, no salgáis del coche!» «¡venga venga, vámonos vámonos!».

 Yo cuando oigo esto pienso: «y si en vez de llevarlos por la cornisa cantábrica se asoman a la cornisa de casa, que más o menos es igual, y me ahorro esta serenata». Aunque también cavilas: «Y si para mayor seguridad los llevo a trescientos kilómetros de separación del acantilado… por León o Palencia, que a lo mejor disfrutan igual y me sale bastante más económico emocionalmente hablando…».

Y mientras desciendes por la zigzagueante carretera, tras ver el acantilado exactamente 2,085 segundos, lo que Mireia Belmonte hace en 200 mariposa, más de lo mismo: que si vete despacio, que te acercas mucho al desnivel, otra vez que si la gasolina, que se está haciendo de noche…

y entonces recuerdas esos documentales en los que se ve un caza que tiene unos botones y que al pulsarlos allá va a tomar viento el piloto saltando de la cabina empujado por una fuerza del copón a 3.000 o 4.000 metros, e instintivamente los buscas para ver si saltan todos y desaparecen. Pero no, ¡que van a desaparecer!, y cuando llegas a donde veraneas y te encuentras a unos amigos, entonces oyes una frase que te destruye, que te deja impresionado, pero mucho más que los acantilados, pero vamos, muchísimo más.

Aunque tu mujer tenga aún la tensión a 328 y a punto esté de que le salten las venas por eso de la descompresión, les suelta, así como: «Venimos de un sitio maravilloso, pero maravilloso, unos acantilados… ¡tenéis que ir! ¡no os los podéis perder!». Y justo eso es lo que piensas: «Si supieras tú a quien deseaba yo perder…».

Del libro Relatos de verano para reír todo el año (Amazon, Tapa blanda y kindle). Mi única pretensión… que sonrías; por cierto, sabes que los libros se pueden comprar… 😉

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Acerca de manuelguisande

Periodista, escritor, conferenciante y desarrollador de proyectos creativos
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