Todas las profesiones, como la de abogado, tienen su aquél; excepto la de periodista, que, además, tiene su este, ese, aquello, por qué, cuándo, dónde y cómo… Y es que, y hay que reconocerlo, no somos nosotros poco pesaditos cuando nos ponemos a preguntar. En fin, cosas de la vida, pero, como decía, la ilustre profesión de abogado tiene su intríngulis.
A mediados de los años noventa, coincidiendo con la detención del entonces gobernador del Banco de España, Mariano Rubio, en los Nuevos Juzgados de A Coruña tuvo lugar una vista oral en la que se acusaba a un hombre de apropiarse de unas 50.000 pesetas. El letrado, a la hora de informar, abrió de carpeta, sacó folios, que puso en la mesa como quien reparte cartas, e inició la defensa.
Mientras comentaba los artículos del Código Penal hacía referencia a las posibles atenuantes, a la vez que miraba de reojo al magistrado. Si este asentía, se embalaba y dale artículos que te crió. Si fruncía el ceño, o apreciaba que no mostraba mucho interés, frenaba en su oratoria, bajaba la voz y hasta se le movía el gaznate.
Durante unos diez minutos sacó a relucir sentencias del Tribunal Supremo, legislación de hasta los mozárabes y teorías sobre las tentaciones humanas y divinas. Y en un momento dado, cuando prácticamente había acabado con toda la jurisprudencia existente, como del alma no pudo menos que decirle al juez recordando los escándalos financieros que estaban ocurriendo: «Mire, señoría, con la que está cayendo en este país, decir que mi defendido es un delincuente porque ha cogido unas pesetillas, no cree…». Claro que creyó. Tres meses y un día.
Acabas de recordarme Guisande una historia que leí hace muchísimo tiempo no recuerdo bien si a Carlos Casares o a algún otro colaborador de La Voz. Se me han difuminado casi todos los detalles pero en lo sustancial la historia fue así.
Estaban dos campesinos discutiendo por un asunto relacionado con el terruño. Como no se ponían de acuerdo, comenzaron a acalorarse y terminaron discutiendo como suele: lavando los trapos sucios de la familia. Cuando no encontraron otros argumentos, pasaron al insulto grueso: «ladrón», «fillo de tal», «besta»…, hasta que uno de los paisanos, no soportando los agravios, cogió una piedra y le endiñó un pedruscazo al otro que casi lo deja frío.
Durante el correspondiente juicio, el abogado defensor del atacante le dice sorprendentemente al juez:
– Señoría, quisiera decirle que es usted «esto y lo otro» además de un «no se qué y un no sé cuanto más».
El juez, que pasaba por ser uno de los más solemnes de la época, entró inmediatamente en cólera y respondió al abogado con una catarata de insultos tal que comenzó a temer por su vida.
El abogado, sin embargo, aparentando serenidad se levanta y ante lo que parecía el fin del mundo, le suelta al señor juez:
– Señoría, si usted con sus estudios de tantos años, su reconocida cultura jurídica y humanista, su saber ser y saber estar responde de esta forma ante unos agravios que no han sido ni la mitad de graves de los que sufrió mi representado, que no hará él, hombre sin estudios curtido en el duro trabajo del campo…….etc, etc, etc.
En la hemeroteca de LA Voz tiene que estar la historia. Un saludo.
Hola aal:
Supongo que los abogados, en situaciones límites, hacen cualquier cosa en favor de su defendido. Miraré a ver si encuentro la anécdota. Gracias por leerme
Muy buenas las dos anécdotas, por cierto Guisande te ha salido un admirador a raiz de la entrevista que hiciste en la radio, el otro día estaba tomando un café y se me acercó un amigo que no conocía nada tuyo y quedó encantado con dicha entrevista.
Hola Puri:
Gracias por tus comentarios y quiero agradecir a Siro López y Pablo Portabales, de RadioVoz, y a Luis llera, de Onda Cero, por las entrevistas que me hicieron en sus programas.